CRÍTICA DE CARS EN LABUTACA.NET

miércoles, 8 de diciembre de 2010

CRÍTICA por Joaquín R. Fernández

Pixar lo ha vuelto a hacer. Y además de la mano de su artista más conocido, John Lasseter, el mismo que nos deleitó con las dos entregas de "Toy story" y con ese homenaje a "Los siete samuráis" llamado "Bichos: Una aventura en miniatura". El nombre más emblemático de Pixar no había dirigido ninguna película de animación desde 1999, siendo ayudado en esta ocasión por Joe Ranft, quien, por desgracia, falleció en un accidente de coche en el verano de 2005, saliéndose de la carretera el vehículo en el que viajaba como pasajero y cayendo en las aguas del Océano Pacífico (como es lógico, el filme está dedicado a este artista que ha trabajado para Disney durante décadas).

No son pocas las ocasiones en las que Lasseter ha manifestado su devoción por el mundo del motor, de ahí que sea lógico que él mismo se haya puesto al frente de una producción de estas características. La cinta nos narra las aventuras de Rayo McQueen, un coche de carreras que sólo tiene un objetivo: llegar el primero a la meta para de este modo hacerse con la Copa Pistón, sin duda el trofeo más preciado para alguien tan competitivo como él. Sin embargo, y mientras viaja en su lujoso camión, va a dar a parar de forma fortuita a Radiador Springs, un lugar situado en la Ruta 66 y que ha sido olvidado por todos después de que se construyera una autopista que evita que el tráfico atraviese la abandonada ciudad. Allí, McQueen conocerá a sus habitantes y aprenderá no pocas lecciones de ellos.

"Cars" es un filme familiar que resulta entretenido de principio a fin, convirtiéndose en uno de esos largometrajes que se ve con tanto agrado que apenas nos percatamos de su duración. Partiendo de una historia sencilla, Lasseter y su equipo crean unos personajes entrañables y carismáticos que no dejan de ser personas insertadas en las carrocerías de unos cuantos vehículos. A su alrededor nos encontramos de nuevo con una muestra de la fértil imaginación de Pixar, cuyos integrantes son capaces de recrear una sociedad motorizada que no difiere mucho de la nuestra. Este estudio ha hecho realidad lo que parecía un imposible, dotando de emociones a unos objetos que en principio no era factible que pudieran manifestarlas.

Por otro lado, conviene aclarar que no se trata de una cinta dedicada exclusivamente a los amantes de los coches, puesto que las carreras no son agotadoras y ocupan una pequeña porción del relato, interesándose más los guionistas en desarrollar la personalidad de los protagonistas, tarea en la que obtienen unos resultados notables. Los dobles sentidos de los diálogos y los gags visuales nos harán sonreír en más de una ocasión, aunque Pixar no se olvida de añadirle a la película una sensibilidad que considero no debería confundirse con sensiblería, puesto que sus elementos aleccionadores se muestran en pantalla respetando en todo momento al espectador y exponiendo tan sólo un punto de vista que sólo enojará al público más díscolo.

Lo que es incuestionable es la portentosa calidad de los apartados técnicos de "Cars", dejándonos con la boca abierta las fabulosas caracterizaciones de los protagonistas, los deslumbrantes y preciosistas paisajes que contemplamos a lo largo del filme o su sobresaliente física e iluminación (dicho de otro modo, "Vecinos invasores" parece un lienzo pintado por un principiante mientras que "Cars" es una obra de arte firmada por un maestro en esta materia). Aunque siempre eficaz, puede que la banda sonora de Randy Newman sea lo menos reseñable del largometraje, empleándose una serie de temas que nos recuerdan a cierta música folclórica de determinados lugares de los Estados Unidos.

Finalmente, toca hablar de uno de los apartados más polémicos en este tipo de propuestas: su doblaje. Por suerte, en esta ocasión se ha optado por utilizar las voces de profesionales para dar vida a los principales personajes de la narración, siendo anecdótica la presencia de unos cuantos famosos en la misma y, en todo caso, bastante coherente el añadido de algunos de ellos (así, un automóvil se muestra emocionado al pasar a su lado Mario Andretti, siendo en España sustituida su voz por la de Fernando Alonso). Por suerte, en esta ocasión no se repiten los estropicios de "Madagascar", "El espantatiburones" o incluso "Shrek". En fin, que cunda el ejemplo...


CRÍTICA por Pablo del Moral

Hace tiempo, cuando escribí sobre "Los Increíbles", comenté que me gustaría ver al estudio Pixar produciendo películas más adultas. Desde luego sus cintas familiares atraen por igual a niños y adultos gracias a su buen balance de humor, personajes y emociones universales... pero siento que con "Los Increíbles" el estudio dio un paso adelante, dejando atrás los argumentos eminentemente infantiles para abordar ciertas dinámicas más maduras. Ahora "Cars" continúa esa tendencia, y aunque tiene logros significativos en sus temas y narrativa (por no mencionar la espectacular animación), falla un poco en su ritmo y desarrollo.

No por eso la cinta resulta mala... lejos de ello, es bastante entretenida, y si bien la comedia no es tan constante y acertada como en otras películas de Pixar, ciertamente hay algunos brillantes momentos de humor ("Freebird!") que provocan genuina hilaridad. Sin embargo, a lo largo de sus casi dos horas me encontré frecuentemente bostezando y mirando el reloj.

El entorno de la historia es un mundo que en muchas cosas emula al nuestro, pero donde los habitantes son vehículos "vivientes" de toda índole. El protagonista es Rayo McQueen (voz de Owen Wilson), un novato pero talentoso auto de carreras que está por lograr su mayor victoria: la preciada Copa Pistón, la cual no sólo representa gloria personal, sino un jugoso contrato como portavoz de una importante empresa petrolera.

Por ciertas circunstancias, el arrogante Rayo tiene que viajar a California para participar en la carrera decisiva, pero un contratiempo en el trayecto lo deja varado en Radiator Springs, un polvoriento pueblo perdido entre la majestuosidad del Valle de los Ornamentos, en el agreste pero pintoresco desierto. Ahí conoce a un grupo de coches que le darán valiosas lecciones de vida... y que a su vez también aprenderán algo del inquieto McQueen.

Sobra decirlo, pero la presentación visual y animación de "Cars" es asombrosa. Y no sólo me refiero a los foto-realistas escenarios, sino al comportamiento de los personajes. No quiero ni pensar el trabajo que habrá costado llegar al diseño que logró dar expresividad y emoción a los mecánicos personajes. Suena extraño, pero de algún modo funciona perfectamente bien ver automóviles con expresión facial, reacciones "humanas" y actitudes propias pero reconocibles. Y aunque tales personajes caen en los esperados clichés (interés romántico, figura paterna, comic relief, etc.), tienen suficiente vida propia para llegar más lejos de lo que su magra función requiere.

Además del diseño y animación, las voces son fundamentales para establecer tales personalidades. Owen Wilson es perfecto en el papel principal, y recibe sólido apoyo de hábiles comediantes como Tony Shalhoub, Cheech Marin y Larry The Cable Guy (nombre real: Daniel Lawrence Whitney), por no mencionar venerables estrellas como Paul Newman (en el papel del alcalde del pueblo) y Michael Keaton (interpretando al principal rival del protagonista). Incluso participan varias voces de famosos del automovilismo, como Richard Petty, Dale Earnhardt Jr. y el legendario Michael Schumacher.

Con todo eso a favor, "Cars" no logra ser una experiencia totalmente satisfactoria. Para empezar, los clásicos mensajes de moralidad y decencia se sienten un poco forzados, como si los cineastas se sintieran obligados a incorporarlos para cumplir con las expectativas de su público. Pero el problema más grave es el lento ritmo de la película, particularmente en su parte media. Entiendo que el celo narrativo de John Lasseter y su ejército de guionistas los impulse a mostrar con lujo de detalle la paulatina evolución del protagonista. Este arco dramático es necesario, creíble y en ocasiones conmovedor... pero es demasiado largo. Creo que con una juiciosa edición se podrían haber omitido (o acortado) escenas que no contribuyen mucho a la historia y que consumen demasiado tiempo. Algunas sólo sirven para establecer un hecho o situación, que eventualmente tendrá relevancia... pero no mucha. Por ejemplo (espero no revelar demasiado), hay una larga escena nocturna donde McQueen y su amigo Mater se divierten traviesamente volteando tractores en el campo. Más adelante, veremos que McQueen logra evitar un desastre usando un truco que aprendió aquella noche. Cierto, hay una buena relación causal entre ambas escenas... pero, francamente, no son muy relevantes para la trama completa. Se antoja posible que Lasseter tuvo tantas buenas ideas para la película que, en su posición de director y genio creativo, no tuvo valor para eliminarlas en aras del ritmo de la cinta. Hay muchas escenas como las que mencioné: ingeniosas y simpáticas por sí mismas, pero redundantes e innecesarias desde el punto de vista de la trama global.

Sin embargo, una "mediana" película de Pixar es aún superior a casi cualquier otra cinta familiar, por lo que puedo recomendarla con moderado entusiasmo y con la discreta advertencia de que su irregular ritmo podría hacerla un poco cansada para niños (o gente inmadura, como yo). Para aficionados a la animación es casi obligatorio verla, tan sólo por las increíbles imágenes que ofrece, y ciertamente será disfrutada por los aficionados al automovilismo gracias a las múltiples referencias y guiños y que se hacen a ese deporte. Confío en que este leve tropiezo sea una inevitable pero benéfica consecuencia de la transición que quizás lleve a Pixar a cimas aún más elevadas: un tono más maduro, pero sin abandonar la frescura de su humor y la sinceridad de sus historias.


CRÍTICA por Almudena Muñoz Pérez

En algún momento de los ochenta se produjo el pistoletazo de salida en la carrera por la animación digital, y para cuando los reyes de Hollywood quisieron entrar en ella, el novato de Pixar les llevaba ya muchas vueltas de ventaja. Lo que parece una breve historia del cine en píxel es en realidad el resumen argumental de “Cars”, una cinta con la que Lasseter recupera el mando y, en un paradójicamente pobre intento, los orígenes que marcaron a su ahora célebre estudio.

Tras superar la prueba humana con “Los Increíbles”, Pixar regresa a los objetos inanimados para crear su propio universo, sólo que mientras antes —en las dos “Toy story”, en “Bichos”, en “Monstruos S.A.”— daba vida a mundos paródicos dentro de la tierra de los hombres, ahora se apropia de ella y la convierte en una sociedad al servicio de sus productos, en este caso los coches. No es complicado ver en esta artimaña cinematográfica un reflejo de las tácticas de Pixar en su campo: el poderío de sus películas traspasa las taquillas y agota a sus competidores. “Cars” lanza una moraleja facilona y con la que el equipo de producción se identificará sólo de boquilla: es necesario tender la mano al débil y sonreír a los inferiores. Porque, si bien con buenas intenciones, siguen existiendo seres inferiores y superiores. Y, sin lugar a dudas, Lasseter es el dueño de la función.

Aunque sus esquemas de valores sean fácilmente desmontables, muy enraizados además en toda la parafernalia estadounidense —no por nada el centro neurálgico de “Cars” es la carrera de Los Ángeles—, la película posee una inmejorable presentación, un acabado que nunca podrían haber imaginado aquellos animadores que jugaban con flexos vivientes. Ninguna cinta de Pixar había demostrado hasta el momento un despliegue de medios y recursos tan amplio, un cuidado que, sin embargo, vela más por la impresión que por el estado de sus criaturas. Una carrocería brillante oculta momentáneamente un motor que tose y se atranca; “Cars” se revela muy pronto como una farsa ruidosa y hueca, todo lo contrario de motocicletas tradicionales como las del japonés Miyazaki, cuyas últimas producciones ampara el propio Lasseter.

La historia del príncipe entre mendigos se ha repetido en pantalla tantas veces como el número de coches que aparecen en la película, y unos personajes originales no la convierten en un argumento más especial. Esto no sería un problema —al fin y al cabo Pixar elabora productos G o para todos — si el guión luciera la pátina de humor brillante al que la compañía nos tiene acostumbrados. En “Cars” los chistes visuales son burdos y los verbales carecen de gracia, a lo que se suma la cargante herencia de Disney de una canción para momento blando. Los localismos, los guiños y las voces invitadas se repiten sin descanso en una historia que pretende llegar a todos los espectadores del mundo sin dejar de recordarles su procedencia USA. Sin muchas risas durante el trayecto, la película termina provocando las lágrimas, no de pena, como intenta, sino de pura decepción por las salidas fáciles y el estilo de autoescuela que imprime al destino de sus potentes coches.

Esta podría ser la biografía de Buzz Lightyear, personaje con quien guardan varias similitudes el protagonista, Rayo McQueen —ambos tienen faros y luces de pega—, y el propio Lasseter. El cochecito que surge de la nada para recorrer el típico camino de autosuperación, pegándose una buena torta en el primer salto. Lasseter chocó con la actitud escéptica de los reyes de Hollywood, esos que ahora lo siguen a años luz y que envidian su brillo. Pero las verdaderas joyas de Pixar siguen cultivándose a pequeña escala, en los cortos que suelen acompañar a las grandes producciones, las que se enorgullecen de sí mismas y se pavonean hasta con el lujo de la autoparodia —imprescindible uno de los gags de los títulos de crédito, donde se da una vuelta de tuerca a las anteriores películas del estudio y sus dobladores—.

Mientras el monstruoso camión de Pixar y su “Cars” hacen una buena carrera en taquilla, lo mejor que podría pasarle es un pinchazo que lo devuelva a la realidad de la que se alimentó y que le recuerde su pasado de furgoneta. Tal vez así pueda repostar vida —de dólares ya va repleto— en sus costosos espectáculos.


CRÍTICA por Manuel Márquez

¡¡¡Hasta el infinito…. y más allá!!!

Pfiuuuuuun, pfiuuuuuuun.... asumo que el título de esta reseña puede sonar (y suena) a puro topicazo, o que puede resultar (y resulta) un juego de palabras demasiado fácil, por lo obvio, pero no me puedo resistir al mismo a la vista de cómo las gentes de Pixar han asumido el grito de guerra del simpar Buzz Ligthyear como declaración de intenciones, o referente de búsqueda inacabable, y, conscientes de que la perfección está reñida con la excelencia, se dedican a su persecución desbocada película tras película. En ese sentido, "Cars" parece ser sólo el último peldaño de una escalera que algunos soñamos, cual si de la de Jacob se tratase, infinita, y, sobre las constantes que ya constituyen el sello inconfundible de la factoría, nos vuelve a deslumbrar con un espectáculo tras cuya contemplación uno sale con una sensación a caballo entre el aturdimiento y el éxtasis, y el convencimiento de lo mal que casa el buen cine con etiquetados genéricos o estilísticos. "Cars" es cine, y punto.

Cine de la casa Pixar, evidentemente; más allá de la constatación obvia de que estamos ante imágenes de animación generadas por ordenador —algo que ya no es exclusivo de esta productora, aunque siga siendo su principal abanderada—, hay otra serie de elementos más rotundamente definidores que eliminan cualquier posibilidad de “error”, dado que estamos ante una entrega más de ese cine en el cual sus creadores han dado con una fórmula alquímica para el éxito, basada en el ritmo y el detalle —desde una perspectiva formal— y el mantenimiento de unas pautas temáticas que, aun repetidas film tras film, siguen resultando gratamente estimulantes.

¿Quién dijo que el ritmo era un atributo musical? El ritmo es algo que modula toda obra cuya creación o percepción se desarrolla en el tiempo y que, como tal, tiene una importancia básica en la narración cinematográfica: de su adecuado ajuste a la intención narrativa de cada secuencia depende, en buena medida, el correcto funcionamiento de ésta. En ese sentido, hay que decir, sin ambages de ningún tipo, que el equipo creativo de Pixar ha hecho en "Cars" un trabajo de auténtica precisión científica: nada hay que retrate con tanta exactitud la buscada contraposición entre los dos mundos que se reflejan en la historia (el de las carreras, frenético, acelerado, despiadado, convulso, siempre mirando hacia el futuro; y el de Radiator Springs, ese pueblo perdido en el que el protagonista de la historia, Rayo McQueen, empieza perdiéndose y termina encontrándose —pero de eso hablaremos más adelante...—, en el que el tiempo parece haberse detenido, y que mira permanentemente a un pasado glorioso de dudoso retorno) como el ritmo de montaje de las imágenes con que se nos ofrecen el uno y el otro. De puro evidente, puede parecer sencillo, pero no crean que lo es tanto —a la vista de tanta película de ritmo monocorde, diríase que, más bien al contrario, debe resultar bastante complicado—. Y a si ese preciso y precioso ajuste rítmico en el despliegue de las imágenes, le unimos un score musical de primerísimo nivel, con abundante profusión de estándares del rock y el country tan comerciales como eficaces (entendiendo por eficacia su grado de casamiento con las imágenes a las que dan acompañamiento sonoro), ya tenemos una base más que sólida para un magnífico edificio: hormigón y cemento de calidad supremas.

De la filigrana y el adorno que terminan convirtiendo el edificio en algo súblime, se encarga el gusto por el detalle: el cuidado exquisito en todos y cada uno de los elementos que pueblan unas imágenes en las que, a tenor de su riqueza de referentes, parece no haber lugar para lo secundario, lo accesorio. En "Cars" no hay planos con imágenes centrales sobre fondos difusos: todo lo que está a la vista, todo lo que abarca la pantalla, sorprende, entusiasma, arranca el "ooooh!!!" admirativo de una manera fluida y natural, y deja con ganas de más, de que ese derroche de imaginación y fantasía no se acabe nunca. Se hace difícil destacar un fragmento concreto de una película que, desde esta perspectiva de análisis, no afloja lo más mínimo en todo su metraje, pero, si he de quedarme con uno, me atrevería a resaltar la secuencia del viaje de Rayo McQueen a bordo de su fiel camión Mack, que atraviesa buena parte del territorio estadounidense: el despliegue de paisajes, luces, entornos y perspectivas es de tal magnitud que llega a sobrecoger, aunque, afortunadamente, y a esas alturas del film, el espectáculo no ha hecho más que, prácticamente, comenzar.

Y, para finalizar, entremos en la historia. También en ese aspecto Pixar se mantienen fiel a sus esencias, y, con la única particularidad de que, en esta ocasión, el elemento humano está totalmente ausente de la acción (son los “cars” del título los que se encargan de asumir íntegramente la condición humana), nos vuelve a contar la historia del viajero de vocación solitaria (por egoísmo y desconfianza) —en las entregas precedentes, fueron Buzz Lightyear, Marlin o Mr. Increíble; aquí, es el jovenzuelo arrogante y un tanto ignorante Rayo McQueen, una perfecta alegoría de las estrellas juveniles que pueblan el panorama actual del “biznes”...—, al que las circunstancias del “viaje exterior” obligarán, mediante el contacto con los demás, y en un “viaje interior” en paralelo, a asumir valores de moralidad superior: la solidaridad, la entrega, el compañerismo, el altruismo. Es eso lo que Rayo McQueen terminará encontrando en Radiator Springs, un grupo de “gentes” sencillas y de corazones abiertos, que, con su actitud, a caballo entre lo ingenuo y lo tierno, le harán abrir los ojos y asumir que el valor de los empeños colectivos siempre es superior al de la lucha individual, sea por la causa que sea. Indudablemente, se trata de más de lo mismo, y no se puede negar que hay elementos accesorios, tanto de diseño de personajes (el gracioso Mate, o el “malo maloso” Chic Hicks, inciden en tópicos de caracterización y de planteamientos maniqueos que resultan un tanto cargantes) como de tramas accesorias (la historia de amor de Rayo y Sally es tan predecible y obvia como la de la más azucarada de las comedias seudorrománticas que tanto parecen pulular por las pantallas últimamente) manifiestamente mejorables, pero tampoco se puede olvidar que estamos ante un producto cuyo público objetivo es, fundamentalmente, infantil, y que estas concesiones, de comercialidad más que evidente, son difícilmente prescindibles, mal que a algunos nos pueda pesar, en un film con aspiraciones a arrasar en la taquilla, no sólo de EE.UU., sino en la de todo el universo mundo. Pero no deja de resultar paradójica la insistencia de Pixar en la exaltación apologética de estos valores solidarios tan poco tiempo después de haber sido absorbida por una compañía, como Disney, que ha hecho del individualismo más ferozmente yanqui el santo y seña de toda su trayectoria creativa.

No les negaré, amigos lectores, cuán fascinante podría resultar extenderse en análisis profundísimos y extensísimos sobre puntos como el antes someramente apuntado. Pero, si tienen pensado meterse en una sala oscura a ver esta película, háganme un favor —o, quizá para ser más exactos, hagánselo a ustedes mismos—: olvídense de todo ello, y de cualquier otro aspecto conexo, siéntense, abróchense los cinturones, y.... disfruten, eso, simplemente, disfruten, como un crío pequeño, ese crío al que nunca deberíamos dejar marcharse del todo. Así fue en mi caso —supongo que ya se me ha notado de manera más que evidente, pero como siempre hay algún lector despistado, lo reitero de forma expresa—, y así les deseo, de corazón, que sea en el suyo.

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